—Imagina un mundo con tus propias reglas. No te limites, no te sometas a las restricciones de la razón. No te dejes guiar por el intelecto. Pon ahí lo que quieras. Suéñalo, aliméntalo, vívelo… Es tu mundo.
—No puedo.
—¿Por qué?
—No puedo creer en un mundo en donde las piedras vuelen, los pájaros hablen y el sol brille hasta en la oscuridad de la noche.
—¿Por qué no?
—Mira a tu alrededor, maestro. Mira las piedras caer, escucha los pájaros enmudecer, siente el frío del sol al ponerse en el ocaso.
—No, despierta. Abre tus ojos otra vez, y otra vez, y otra vez. Vuelve a despertar. Despeja las brumas del engaño. ¿Ves por fin la verdadera realidad?
—No, maestro. Todo sigue igual.
—Entonces ese es el mundo que quieres. Si te apegas a él, úsalo tal cual. Si lo dejas ir, reinvéntalo.
—Y en tu mundo, maestro, ¿qué se ve?
—En mi mundo, niña mía, tus piedras vuelan y tú en ellas, tus pájaros hablan y tú les contestas, y el sol… el sol jamás deja de brillar en tus ojos y en el punto más elevado de tu cabeza. Cuando veas tu mundo con mis ojos, estarás lista para cantar tus versos.
Imagina un mundo con tus propias reglas
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